Desde que tengo recuerdo, siempre he querido ser madre.

No es algo que me planteara, sino que iba a suceder, y solía fantasear desde pequeña con el momento en que descubriera que estaba embarazada, lo sentía como el más feliz de mi vida.

Para lo que no estaba preparada es para lo que ocurrió cuando tenía 20 años.

Llevaba unos meses saliendo con un chico, no tenía planes de futuro con él. Mi idea era sacarme la carrera, buscar un trabajo, y, con el tiempo, formar una familia, cuando la situación lo permitiera.

Un día empecé a sentir síntomas, mi cuerpo no era mi cuerpo, algo estaba cambiando. Y lo que siempre había planeado como un momento de felicidad máxima, se convirtió en mi mayor pesadilla. No supe cómo reaccionar, no podía pasarme esto, siempre habíamos tenido cuidado. Entré en shock, no sabía qué hacer, no me atreví a pedir ayuda, me sentía avergonzada, asustada, perdida.

Decidimos que no era el momento.

Biológicamente es el momento ideal, ahora soy consciente, pero mentalmente era demasiado joven. Incluso pensé en hacer una locura, estaba tan asustada que no era capaz de pensar racionalmente. Mi pareja buscó ayuda y nos dieron información de una clínica.

Pasó aquel terrible momento en el que sentí el mayor dolor físico que he sentido en mi vida, doblaban la anestesia, pero daba igual, el dolor era insoportable. El dolor físico, porque mis emociones estaban aletargadas.

Pasaron los días, entré en la rutina del día a día y sí recuerdo estar ausente, como ida, iba a trabajar, iba a la universidad, pero no “estaba”.

Al poco tiempo empezaron los síntomas físicos, al principio más tenues, luego tan fuertes que mi familia empezó a preocuparse. Tenía infecciones recurrentes, todo me sentaba mal, apenas podía comer. Los tratamientos empezaron a pasarme factura, estuvieron a punto de operarme para intentar evitar las infecciones de orina recurrentes.

Nada me hacía efecto.

Luego llegaron los síntomas emocionales, bloqueos, fobias, angustia, ansiedad, depresión… No fui consciente hasta varios años después de la causa de todo aquello.

El dolor y la culpa me estaban llevando a un pozo sin fondo. El sentimiento de culpa y la sensación de pérdida no eran nuevos, mi hermana gemela murió a los pocos días de nacer.

Yo había sido la primera y estaba sana, tenía un peso normal, ella no tuvo tanta suerte. Durante toda mi vida, desde que me contaron que mi hermana Olivia había muerto, yo pensaba en ella y la intentaba mantener conmigo en mi recuerdo en los momentos importantes, así también me ha acompañado el recuerdo de ese bebé desde hace más de 20 años. Cada año pensaba en cuándo sería más o menos su cumpleaños, cómo sería, los años que tendría, …siempre la he visualizado como una chica, ¿se parecería a mí?

Mientras tanto, yo seguía con problemas de salud, con síntomas poco claros para los médicos, eran demasiados síntomas, no había una patología clara.

Aún sin entender el origen de todo, fui probando tratamientos médicos, tratamientos naturales, poco a poco fui aprendiendo a mantener los síntomas a un nivel suficiente como para poder llevar una vida, no normal, pero sí al menos soportable, que me permitiera ganarme la vida al menos.

Durante todo ese tiempo, fueron llegando a mi vida parejas que no duraban, o que, si duraban, no querían tener hijos. Y todas las parejas que conocía, amigos, familiares, en el trabajo, seguían con sus vidas y me enseñaban sus bebés, sus ecografías, sus vidas que, para mí, eran perfectas.

Yo sentía que mi vida se había parado, que no avanzaba, pero aún tenía esperanza.

Con 38 años perdí a mi mejor amiga, mi hermana, por una larga enfermedad que se la llevó justo unas semanas antes de que les entregaran a sus hijos en adopción. Tras un tiempo de duelo, decidí que no iba a esperar más, ella había sido valiente y no había renunciado a su sueño de ser madre.

Así que fui a una clínica a informarme, y recuerdo que salí ya con los papeles firmados, aún sin creerme que lo había hecho, ¡¡por fin iba a cumplir mi sueño!! Sola, pero feliz, no me hacía falta más.

Me aconsejaron la ovodonación por edad, pero yo insistí en intentarlo con FIV. Pero los tratamientos se repitieron una y otra vez, nunca llegaban a extraerme los óvulos porque cada vez que me pinchaba, aparecían quistes.

Tenía que desplazarme a otra ciudad para ir a quirófano, por lo que para eliminar los quistes, tomaba anticonceptivos.

Fueron casi tres años de pruebas, medicación, quistes recurrentes, más medicación. Intentando ocultarlo en el trabajo, con préstamos, sin contárselo a nadie de mi entorno por si no funcionaba.

Sin embargo, durante ese tiempo en el que me repetían que era normal sentirse molesta, dolorida, triste, yo era la persona más feliz de este mundo. Conocía parejas que habían tenido muchos problemas para tener hijos por su cuenta y lo habían conseguido con tratamiento, incluso parejas a las que les habían dado muy pocas posibilidades lo habían conseguido, ¿cómo no lo iba a conseguir yo?

Por fin, decidieron que ya podían extraerme los óvulos, sólo eran cinco, pero decidieron que ya era el momento, que no podía alargarse más. Ese fin de semana iba a ser por fin el principio de mi sueño. De esos cinco óvulos, sólo eran viables tres, de esos tres, sólo quedó uno, consiguieron fecundarlo, pero a los dos días… se fue, no salió adelante.

Como me había ocurrido a mis 20 años, no reaccioné, seguí trabajando y sin procesarlo hasta que el médico me llamó y me hizo ver que mis posibilidades con el FIV eran demasiado limitadas.

No podía aceptarlo, ¿podría quedarme embarazada de manera natural? Me dijo que sí, que podía intentarlo, no era fácil, pero tampoco imposible.

Cada vez que me llegaba una noticia de embarazo era otro puñal que se me clavaba en el alma. Una de mis amigas se acaba de quedar embarazada de su segundo hijo, y tenía mi edad. Yo no tenía pareja, así que acudí a un buen amigo que durante casi dos años intentó ayudarme sin éxito a quedarme embarazada de manera natural. No podía someterme a otro tratamiento, pero al menos aún podía ocurrir un milagro…

Llegó el COVID, y con él la certeza de que mi sueño no iba a hacerse realidad, el tiempo había pasado y yo no era capaz (de nuevo) de procesarlo.

Nunca he estado bien desde los 20 años, ni física ni emocionalmente, pero en estos últimos años han desaparecido mis posibilidades de ser madre de manera definitiva, y junto con ellas, mis ganas de vivir.

La apatía es demasiado fuerte, el COVID y el teletrabajo no han hecho más que ayudarme a encerrarme en mi mundo, a evitar relacionarme con madres, padres, bebés, pero es inevitable. Y no puedo soportarlo, la culpabilidad, la sensación de no haber aprovechado mi vida, el bloqueo continuo en el que he estado viviendo, el rechazo que me producen las relaciones sociales, el silencio al que me he condenado durante todos estos años, por miedo a sentirme juzgada, a sentirme aún peor conmigo misma. Sin olvidar el castigo físico que me he infringido por no ser capaz de comunicarme, de perdonarme, el sentir que es demasiado tarde para empezar de nuevo, todo es demasiado para mí.

Los sueños rotos, la sensación de pérdida, el vacío, el rencor hacia mí misma, no dejan de crecer. Como dicen otras compañeras, no es fácil encontrar apoyo a tu alrededor, a veces las miradas de lástima o ciertos comentarios bienintencionados te resultan tan dolorosos que prefieres callar, callar para no sentir, pero es imposible.

Los sentimientos no desaparecen por ignorarlos.

Ahora, cerca de los 50, con problemas recurrentes de pólipos y miomas, con una posible histerectomía a la vuelta de la esquina por endometriosis, me planteo si no es hora ya de intentar encontrar al menos algo de paz y llenar esta sensación de vacío y desesperanza con algo de cariño.

Un día, sin buscarlo, conocí en las redes a una psicóloga maravillosa especializada en temas de maternidad, ella fue quien me aconsejó buscar grupos de mujeres que estuvieran en una situación similar. Así es como conocí el blog de Gloria y me ha animado a contar mi historia. Las vuestras me han hecho llorar y sentirme acompañada, espero que la mía sirva en algún momento a alguien.